Entre mayo y junio, en el viñedo ocurre algo que muchos ojos no ven. La vid florece, casi en silencio, con unas pequeñas estructuras verdes que apenas llaman la atención. Dura solo unos días, pero en ese tiempo se decide mucho más de lo que parece.
Cada flor es una futura uva, y cada racimo empieza a tomar forma. Lo curioso es que no hay abejas ni insectos rondando, la vid se encarga sola de su fecundación. Sin ruido, sin alardes, con una eficiencia admirable.
Ahora bien, es una fase extremadamente delicada. Si el tiempo no acompaña, si llueve aunque sea poco, si sopla un viento fuerte o baja de golpe la temperatura, muchas flores pueden no cuajar. Eso se traduce en racimos más sueltos, menos uvas, menos producción.
Por eso, en nuestra bodega miramos esta etapa con mucho respeto. No hay grandes cambios a simple vista, pero se está jugando una parte clave del vino. Lo que ocurre en estos días discretos marca el resto del año. Mientras todo parece tranquilo, la cosecha empieza a escribirse.
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